Los gorriones huyen del éxodo rural

Abilio está muy preocupado. Ya no se ven gorriones en su pueblo, en Peñahorada, en las montañas de Burgos. Primero desapareció la bribañuela, como allí llaman al alimoche. En ese caso la culpa la tuvieron las torretas de alta tensión que pusieron justo frente al farallón calizo donde criaban los pequeños buitres desde tiempo inmemorial. No vio sus cadáveres, pero sospecha con fundamento que debieron chocar contra ellos en alguno de esos días en los que la niebla helada no levanta en toda la mañana. ¿Pero ahora los gorriones? No ha quedado ni uno este invierno. Y llama a Elías para que me pregunte a mí ¿a dónde se han ido los gorriones?

Me temo, querido Abilio, que los gorriones se han ido huyendo del despoblamiento de pueblos como el tuyo, apenas un puñado de viejos sesteando al sol, con la espalda apoyada en los muros de una desvencijada iglesia monumental a donde ya no viene ni el cura por falta de feligreses. Con las huertas cada vez más abandonadas, sin eras ni graneros, con campos preñados de fertilizantes y pesticidas. ¿Qué van a comer esos gurriatos en un pueblo donde ya no hay ni basura, donde no quedan rebaños que pasten por esos pastizales cada vez más invadidos por el bosque y los jabalíes? Se han ido como se fueron los jóvenes, a buscar otros lugares con más futuro.

Cada vez que llego a un pueblo abandonado me aborda la misma sensación de desasosiego. Siento algo raro, fantasmal, como si los espíritus de esos niños ausentes, de esos ruidos, de esa vida bulliciosa, se hubiesen quedado atrapados entre las cuatro paredes que aún se resisten en caer. Pero sobre todo me faltan los gorriones. Entre las calles vacías encuentro rastros de una abundante vida salvaje, de zorros y tejones, de cárabos y cernícalos, pero nunca aparece el pequeño pájaro, el más común y popular de nuestra avifauna.

Desgraciadamente, el gorrión no tiene muchos sitios a donde ir. Nuestros campos industrializados y deshabitados van perdiendo interés para él, mientras que nuestras ciudades irrespirables, ajetreadas, apretadas, tampoco le sirven. La extinción puede acabar siendo su trágico final, ausente ya de grandes urbes europeas como Londres, Dublín, Edimburgo, Praga o Berlín, pero también de pequeños pueblos sin vida. Ni el campo ni la ciudad, qué triste sino.

Echaremos de menos a los gorriones, pues a pesar de no ser bellos, de no ser grandes cantores, sus piares nos alegran tanto como un beso, nos recuerdan nuestro pasado rural, nuestra condición natural. Y nos avisan, como eficaces bioindicadores, de que nos vamos a quedar solos en este planeta como no nos tomemos nuestro futuro más en serio.

César-Javier Palacios
Fundación Félix Rodríguez de la Fuente

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